En este monasterio, habitaban cientos de monjes, quienes sagradamente se entrenaban durante su vida entera. Dominaban un arte marcial milenaria ya olvidada por el resto de las regiones. Conocimientos que pasaban de generación en generación.
Cuando llegaba alguien nuevo, celebraban su estadía con un espectáculo, donde los monjes mostraban sus dotes y hacían una demostración de su arte marcial.
Cuenta la leyenda que una vez llegó un joven y vigoroso extranjero, a quien lo recibieron con celebraciones y espectáculos de artes marciales.
El extranjero observó a uno de los monjes y le llamó la atención, pensó: "ese maestro es el sujeto más dedicado que he visto, conoce todos los secretos del arte marcial, lo admiro, algún día me gustaría ser como él".
Decide quedarse a entrenar y dar lo mejor de sí para superar al maestro que vio cuando llegó.
El joven monje se entrenó día a día durante mucho tiempo, dando lo mejor de sí.
Intentaba superar al maestro aquél, era su mayor objetivo en la vida.
Sentía envidia del maestro. Era mucho mejor que él y nunca lo superaría.
Pero en todo el tiempo que duró su entrenamiento, no logró superar al maestro.
Pasaron años, el monje ya no era joven y su cabeza estaba cubierta por canas.
Llegó otro extranjero, a quien recibieron con celebraciones y espectáculos, tal como lo habían recibido a él.
Le pidieron al viejo y canoso maestro que demostrara sus dotes, pero aún sentía rencor por no haber superado a su propio maestro.
Sin ánimos ni esfuerzos hizo su presentación y derrotado se retira a su habitación.
Pasado un rato, llegó a su puerta el nuevo joven extranjero y le dijo: "maestro, seguramente llevarás años entrenando, de todos los que demostraron sus habilidades marciales, eres el mejor en este arte, algún día quiero ser como tu".
Y el maestro dimensionó que ya no era un novato. Que dominaba el arte a ojos de otros, pero nunca superaría a su maestro.